IGNACIO GIANCASPRO- LA CASILLA (PARTE 3)

Publicado en por todaslasgalaxiasnarrativa.over-blog.es

 

 

 

(Llegada de veleros - 1957. Obra de Quinquela Martín)

 

 

Pero también estaba la otra, la cara triste. El conchabo, y la inundación.

El conchabo era la selección de peones contratados en el puerto que un día trabajaban y dos o tres, no. El ritual era siempre el mismo, los hombres, forzudos, de mostachos tupidos, con chaquetas de brin, pañuelo al cuello, faja negra, sombrero o gorra, y un pan asomando de algún bolsillo, formaban un semicírculo de diez a quince hombres alrededor del capataz que los semblanteaba uno por uno, señalando al elegido con un gesto del mentón a veces acompañado de un chistido aspirado, como a modo de saludo usaban los antiguos sicilianos. Los elegidos, saludaban tocando ligeramente el ala del sombrero, y se retiraban en silencio,  los demás desarmaban el semicírculo y se iban, también en silencio.

La inundación era el flagelo de la zona, sobre todo para los que vivían en las plantas bajas, o los que no tenían suficientes provisiones porque vivían al día, anotando las compras en la “libreta”.

Con suerte, a veces se  anunciada por la “sudestada”, un viento inclemente y frío que  venía del río El agua aparecía rápidamente en las calles saliendo de las bocas de tormenta. “La crecida” subía  velozmente cubriendo las calles en minutos, hasta que el agua sobrepasaba el nivel del muelle. Entonces era peor.

 

Otras veces de noche aparecía sin anunciarse, silenciosa, y los gritos de rabia de los que despertaban con el colchón mojado era el aviso que permitía a los que estaban mas protegidos, salvar algunas cosas, que de no, flotaban a la deriva, mesas, sillas, mesitas de luz, juguetes…

Como los velatorios se hacían en las mismas habitaciones, en más de una ocasión, el mismo se transformaba en un sainete dramático.

 Durante el invierno, el frío en la Vuelta de Rocha, era cruel, era frecuente ver una ambulancia frente a un baldío, refugio precario de linyeras, retirando alguno sin vida. Los peones del puerto miraban la escena en silencio, otros bromeaban para ahuyentar presagios, algunos se santiguaban.

Pero todos esperaban la llegada de un triciclo blanco, en el que un carnicero traía un desayuno especial. El hombre, que venía con un delantal blanco, armaba un estrecho mostrador con una tabla, extraía del interior humeante de hielo seco, unos matambritos aromados de una albahaca inolvidable y después de pasar dos o tres veces una filosa cuchilla por la chaira, comenzaba la esperada operación de cortarlos en rodajas con una destreza digna de aplausos ante la mirada brillante de los comensales expectantes. Después cortaba a lo largo unos baguetines, colocaba sobre una de las tapas las rodajas encimadas, las espolvoreaba a mano con sal, colocaba la otra tapa del pan, envolvía la base del mismo con papel de estraza y lo entregaba acompañado de un vaso de ginebra. Me quedé con las ganas. ¡Nunca lo pude probar!

 (Próximamente continuaremos con esta crónica del Barrio Porteño de La Boca)

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